Ni detenerse en la locura personalista que hace que estos gobernantes –y por supuesto la Argentina– identifiquen sus políticas consigo mismos. ¿Se puede definir “de izquierda” a una persona que desprecia tanto a las demás personas como para creerse indispensable, irreemplazable?
Es poderoso cuando un concepto se
instala tanto que ya nadie lo piensa: cuando se convierte en un cliché. El
fracaso de la izquierda en América Latina es uno de ellos. El fracaso de los
gobiernos venezolano, argentino o brasileño de este principio de siglo es
evidente, y es obvio que sucedió en América Latina; lo que no está claro es que
eso que tantos decidieron llamar izquierda fuera de izquierda.
Hubo, sin embargo, un acuerdo más
o menos tácito. Llamar izquierda a esos movimientos diversos les servía a
todos: para empezar, a los políticos que se hicieron con el poder en sus
países. Algunos, en efecto, lo eran —Evo Morales, Lula— y tenían una larga
historia de luchas sociales; otros, recién llegados de la milicia, la academia
o los partidos del sistema, simplemente entendieron que, tras los desastres
económicos y sociales de la década neoliberal, nada funcionaría mejor que
presentarse como adalides de una cierta izquierda. Pero las proclamas y la
realidad pueden ser muy distintas: del dicho al lecho, dicen en mi barrio, hay
mucho trecho.
La discusión, como cualquiera que
valga la pena, es complicada: habría que empezar por acordar qué significa
“izquierda”. Es un debate centenario y sus meandros ocupan bibliotecas, pero
quizá podamos encontrar un mínimo común: aceptar que una política de izquierda
implica, por lo menos, que el Estado, como instrumento político de la sociedad,
trabaje para garantizar que todos sus integrantes tengan la comida, salud,
educación, vivienda y seguridad que necesitan. Y que intente repartir la
riqueza para reducir la desigualdad social y económica a sus mínimos posibles.
Creo que, en muchos de nuestros
países, poco de esto se cumplió. Pero creer y hablar es relativamente fácil.
Por eso, para empezar a pensar la cuestión, importa revisar las cifras que
intentan mostrar qué hay más allá de las palabras discurseadas. Por supuesto,
el espacio de un artículo no alcanza para un recorrido completo: cada país es
un mundo. Así que voy a centrarme en el ejemplo que mejor conozco: la Argentina
del peronismo kirchnerista.
Primero, las condiciones
generales: entre 2003 y 2012 el precio de la soja, su principal exportación,
llegó a triplicarse. Los aumentos globales de las materias primas ofrecieron a
la Argentina sus años más prósperos en décadas. Con esa base privilegiada y 12
años de discursos izquierdizantes, Cristina Fernández de Kirchner dejó su país,
en diciembre pasado, con un 29 por ciento de ciudadanos que no pueden
satisfacer sus necesidades básicas: 10 millones de pobres, dos millones de
indigentes. El 56 por ciento de los trabajadores no tiene un empleo estable y
legal: desempleados, subempleados, empleados en negro y en precario. Un tercio
de los hogares sigue sin cloacas y uno de cada diez no tiene agua corriente. Y
hay casi cinco millones de malnutridos en un país que produce alimentos para
cientos de millones, pero prefiere venderlos en el exterior.
Aunque, por supuesto, el relato
oficial era otro: en junio de 2015, la presidenta Fernández dijo en la Asamblea
de la FAO que su país sólo tenía un 4,7 por ciento de pobres; su jefe de
gabinete, entonces, dijo que la Argentina tenía “menos pobres que Alemania”.
Para conseguirlo, su gobierno había tomado, varios años antes, una medida
decisiva: intervenir el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos y obligar a
sus técnicos a producir datos perfectamente inverosímiles.
Pese a los discursos, en los años
kirchneristas también aumentó la desigualdad en el acceso a derechos básicos
como la educación y la salud. En 1996, el 24,6 por ciento de los alumnos iba a
escuelas privadas; en 2003 la cifra se mantenía; en 2014 había llegado al 29
por ciento. Los argentinos prefieren la educación privada a la pública, pero no
todos pueden pagarla: su uso es un factor de desigualdad importante, y creció
un 20 por ciento en estos años.
En 1996 la mitad de la población
contaba con los servicios médicos de los sindicatos, el 13 por ciento un plan
médico privado y el resto, el 36 por ciento más pobre, se las arreglaba con la
salud pública. La proporción se mantiene: entre 15 y 17 millones de personas
sufren la medicina estatal, donde tanto funciona tan mal. Es la desigualdad más
dolorosa, como bien pudo ver la presidenta Fernández cuando —diciembre de 2014—
se lastimó un tobillo en una de sus residencias patagónicas y la llevaron al
hospital provincial de Santa Cruz. Allí le explicaron que no podían curarla
porque el tomógrafo llevaba más de un año roto, y la mandaron en avión a Buenos
Aires, 2.500 kilómetros al norte.
Mientras las diferencias entre
pobres y ricos se consolidaban, mientras la exclusión de un cuarto de la
población producía más y más violencia, las grandes empresas seguían dominando.
En agosto de 2012 Cristina Fernández lo anunciaba sonriente: “Los bancos nunca
ganaron tanta plata como con este gobierno”. Era cierto: en 2005 se llevaban el
0,33 por ciento del Producto Interno Bruto; en 2012, más de tres veces más. Ese
mismo año el Fondo Monetario Internacional informaba que la rentabilidad sobre
activos de los bancos argentinos era la más grande del G-20, cuatro veces mayor
que la de los vecinos brasileños. Y la economía en general siguió con la
concentración que había inaugurado el menemismo: en 1993, 56 de las 200
empresas más poderosas del país tenían capital extranjero y se llevaban el 23
por ciento de la facturación total; en 2010 eran más del doble —115— y
acaparaban más de la mitad de esa facturación.
Y esto sin detenerse en el sinfín
de corruptelas que ya colman los tribunales de justicia con ministros,
secretarios, empresarios amigos, la propia presidenta. ¿Se puede definir “de
izquierda” a un grupo de personas que roba millones y millones de dineros
públicos para su disfrute personal?
Ni detenerse en la locura
personalista que hace que estos gobernantes –y por supuesto la Argentina–
identifiquen sus políticas consigo mismos. ¿Se puede definir “de izquierda” a
una persona que desprecia tanto a las demás personas como para creerse
indispensable, irreemplazable?
Son más debates. Mientras tanto,
sería interesante repetir la operación en otros países: comparar también en
ellos las proclamas y los resultados. Quizás allí también se vea la diferencia
entre el reparto de la riqueza que llevaría adelante un gobierno de izquierda y
el asistencialismo clientelar que emprendió éste. Quizás entonces se entienda
por qué, mientras algunos de estos gobiernos se reclamaban de izquierda, sus
propios teóricos solían llamarlos populistas, una tendencia que la izquierda
siempre denunció, convencida de que era una forma de desviar los reclamos
populares: tranquilizar a los más desfavorecidos con limosnas —subsidios,
asignaciones— que los vuelven más y más dependientes del partido que gobierna.
Pero el lugar común pretende que
lo que fracasó fue la izquierda –y eso les sirve a casi todos. A aquellos
gobiernos, queda dicho, o a sus restos, para legitimarse. Y a sus opositores
del establishment para tener a quien acusar, de quien diferenciarse, y para
desprestigiar y desactivar, por quién sabe cuánto tiempo, cualquier proyecto de
izquierda verdadera.
Fuente: The New York Times