Sucede todos los días, tan seguro como el sol se levanta sobre la favela más grande de América Latina en Caracas – la muerte es una de las pocas cosas garantizadas que se pueden encontrar en Venezuela.
El gobierno ha sido capaz de censurar los principales periódicos del país, por lo que no leerá mucho sobre el crimen en los medios de comunicación. No hay cifras oficiales de muertes relacionadas con la violencia, pero algunas ONGs han puesto el récord nacional de muertes de 24.000, lo que supondría un total de 252.000 muertes desde que la revolución llegó al poder hace 17 años.
Hay unos 200.000 miembros de las fuerzas de seguridad venezolanas, pero no parece que eso sea suficiente. En los últimos 17 años, ha habido por lo menos 23 iniciativas de seguridad, pero la violencia no ha disminuido; Ha aumentado. Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley trabajan por salarios bajos y con poco o ningún apoyo logístico. El CIPC (policía forense), los fiscales y los jueces están abrumados – a veces se enfrentan a unos 700 casos al mes. Con números tan altos, los delincuentes a menudo se liberan y continúan perpetrando crímenes porque no hay ninguna repercusión real para ellos.
La violencia impregna la vida cotidiana aquí. En las calles, las pandillas chocan entre sí, con la policía y con el ejército. A veces, la policía incluso chocan entre sí. Todas estas facciones ejercen el poder y abusan de él. Atrapados en medio de todo esto, los ciudadanos comunes compran armas para protegerse. Ya sea la pérdida de un amigo o un pariente, todos aquí han sido afectados por la violencia. La muerte está en el aire.
Venezuela es un país que parece estar en guerra consigo mismo. No siempre está claro quién es quién. Es difícil saber en quién confiar o quién es tu enemigo, así que siempre estás mirando por encima del hombro, esperando el siguiente golpe, sin saber de dónde vendrá. La violencia ha saturado tanto la vida aquí que la gente ha comenzado a verla como normal.
La mayoría de las veces, las personas que se supone que protegen son las que dañan a los civiles. La policía y los militares están involucrados sin duda en secuestros, extorsiones e incluso robos. Una noche, un par de fotógrafos y yo vamos con la policía en una patrulla nocturna. Pronto se hace obvio que estaban poniendo un espectáculo para nosotros. Pero después de la patrulla, veo a dos oficiales vestidos de civil que interrogan a un par de chicos que están afuera de una tienda de bebidas alcohólicas, golpeándolos cuando dan respuestas que no les gustan.
El gobierno gasta siete veces más en armas para defender al país contra una hipotética invasión estadounidense como lo hace con la seguridad civil, pero la verdadera guerra está dentro de nuestras fronteras. Y se puede ver: La ciudad se ve militarizada, y es normal ver soldados en la calle o en el supermercado con armas automáticas.
En un mega-barrio pobre de Carapita, me encuentro con un hombre que llevaba un chaleco a prueba de balas, ocultando su cara y sosteniendo una escopeta. Él es la personificación de la muerte, la persona de la que hemos aprendido a tener miedo. Me pide que lo llame “Jhonny”. Jhonny es un malandro (que se traduce en “joven gamberro o criminal”). Entre risas me cuenta cómo él y sus compañeros mataron a un tipo, diciendo: “Lo hacemos bailar”, lo que significa que le dispararon a sus pies primero. Deja de reír cuando se da cuenta de que no me estoy riendo. Entonces, en un momento de sinceridad, dice que sabe que la falta de apoyo de sus padres lo empujó a convertirse en un malandro y que nunca conoció otro modo de vida. “Estoy aquí porque esto es lo que aprendí a
Publicar un comentario