March 30, 2025

Las dos caras de la moneda de venezolanos que viajan a Cúcuta



Luego de tomar tres autobuses y viajar más de 12 horas desde el terminal de La Bandera, en Caracas, hasta San Antonio del Táchira, donde se ubica la frontera con Colombia, la incertidumbre que tuvo María José Sojo durante el trayecto quedó reducida a cenizas.

Aunque no conocía el pueblo, apenas los lugareños la veían con sus maletas en mano, le señalaban enseguida el camino que debía seguir para llegar hacia el puente internacional Simón Bolívar y completar así su trayecto con destino a Cúcuta, municipio que es la capital del departamento del Norte de Santander, adonde fue en búsqueda de productos de higiene, esos que allá copan las estanterías, pero que en la capital brillan por su ausencia.

“A la derecha, ciudadano”, “párese un momentico” o “quieto ahí, menor”, típicos llamados que formulan la policía y la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) en Venezuela al momento de pedirles a los ciudadanos que se detengan para revisarlos, no se escucharon cuando atravesaba el puente. Tampoco alguna advertencia más decente con acento colombiano.

Silencio. Solo el ruido del agua del río, las suelas de los zapatos chocando contra el suelo y uno que otro susurro penetran los oídos mientras paso a paso deja atrás su país. La escena tampoco cambió cuando se hallaba ya en Colombia.

“No me pidieron cédula, papeles ni pasaporte. Ni siquiera me preguntaron adónde iba”, recordó Sojo en declaraciones a El Nacional Web.  

A lo largo de su estancia, de un par de semanas en junio de 2017, estuvo hospedada junto con otros compañeros en una casa, donde dormían y cocinaban su comida. Y todo se les facilitó gracias a las ayudas de desconocidos que los trataban de la mejor manera.

 “Había cucuteños que actuaban de buena fe y en los mercados nos daban más cebollas o papas de las que pedíamos, sin cobrarnos la diferencia”, agradeció.

Y es que no solo recibió muestras de apoyo de quienes se toparon en su camino, sino que también pudo abastecerse con los enseres para regresar a casa tras una experiencia que le fue meramente provechosa.


No todos corren la misma suerte. A comienzos de año la experiencia de José* fue diametralmente opuesta a la de María José. El muchacho ni siquiera pudo entrar regularmente a Cúcuta, como hace la mayoría de los transeúntes.

“Tuve que cruzar el río por debajo del puente”, narró, quien poco después de haber caminado por el viaducto fue interceptado por un funcionario de Migración Colombia que le ordenó devolverse a Venezuela.

Pero el joven estaba rehusado a cumplir con el dictamen, pues al igual que miles de compatriotas, dejó atrás la comodidad de su hogar con la meta de asentarse en Cúcuta buscando una vida mejor.

No estaba solo sino que llegó a una casa donde debía pagar el alquiler junto con otros compañeros. Para ganarse la vida vendía agua y jugos, al igual que sus compatriotas, en calles, plazas y parques de Colombia.

“Me alcanzaba para sobrevivir. Con 10.000 pesos me aseguraba tres comidas en al día en restaurantes de menú ejecutivo”, explicó.

Detalló que por cada botella de agua despachada obtenía 500 pesos, por lo que 20 unidades garantizaban que su estómago no crujiera.

Aunque se ganaba su sustento gracias a su trabajo e incluso recibió donaciones esporádicas de los lugareños, no todo fue de color rosa. Así como algunos colombianos le ayudaron, otros no lo pensaron dos veces para aplicar su xenofobia contra él.

“Iba caminando y se me quedaban mirando. Se ponían en estado de alerta. Me sentí discriminado”, fustigó.

En esa misma tónica, Sojo afirmó que a varios de sus compañeros, en abastos y supermercados, les pedían que se hicieran a un lado para revisar si no habían robado mercancía.    


Emigrar sin un plan con objetivos específicos ni con fondos suficientes para sobrevivir mientras se busca un empleo tiene sus riesgos. Más aún cuando no se lleva una maleta en las manos o un proyecto en la cabeza.

Durante su estadía Sojo fue testigo de distintas situaciones precarias protagonizadas por sus compatriotas.

“Los buhoneros abundan: venden lo que sea para sobrevivir. Y las prostitutas pasan el día en las plazas buscando clientes. Es algo deprimente”, lamentó.

Muchas de las personas, que arriban a Cúcuta incluso al borde de la indigencia, pasan las noches durmiendo en plazas y parques públicos, afectando, desde luego, la vida cotidiana de los lugareños, generando reacciones tan variopintas como las penurias sufridas por quienes, por una u otra razón, buscan aliviar las penurias que su patria, bajo el gobierno de Nicolás Maduro, les causa.

José la secundó: “Se ve mucha pobreza. Los venezolanos piden dinero y hay muchas mujeres con niños en las calles”.

Recalcó las dificultades que sufren algunos para satisfacer sus necesidades y enviar a sus niños a las escuelas, pese a que algunas brindan educación gratuita, pues se hace complejo cubrir todos los gastos.

Lo dijo desde la tribuna de la experiencia, pues no pudo “escapar” del socialismo, sino que tuvo que regresar por no haber tenido sus papeles en regla.

Eso sí, no dudó en que el principal responsable de la contingencia a la que se ha visto sometida Cúcuta se debe a la gestión de Maduro.

“Hay gente que tiene casa propia en Venezuela pero prefiere dejarlo apostando por vivir mejor”, señaló, para lanzar una advertencia: “No es fácil emigrar y hay que irse preparado”.

Y abogó por un cambio en el país para que la situación pueda arreglarse de manera definitiva. “No hay mal que dure 1000 años”.

  •   José es un nombre ficticio para proteger la identidad del entrevistado

El Nacional Web

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