Evan Romero-Castillo se pregunta: si el acto de ir a las urnas es el mínimo común denominador de las democracias más básicas, ¿qué es Venezuela? Allí acaba de celebrarse la elección para acabar con todas las elecciones.
En diciembre de 2015, cuando el Consejo Nacional Electoral (CNE) de Venezuela no pudo hacer más para postergar los comicios legislativos pendientes, la más grande alianza de partidos opositores de Venezuela –la Mesa de la Unidad Democrática (MUD)– le arrebató al oficialismo la mayoría de los escaños en el Parlamento; no porque el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) no se hubiera esmerado en impedirlo, sino porque el triunfo del antichavismo fue demasiado arrollador como para que el CNE lo desvirtuara con las artimañas habituales.
Meses después, la MUD sopesó varios mecanismos pacíficos y legales para separar a Nicolás Maduro de la jefatura del Gobierno; ya eran evidentes, a esas alturas, la falta de disposición del presidente para evitar que el país se convirtiera en un Estado fallido y su empeño en destruir lo poco que su predecesor, Hugo Chávez, había dejado de la institucionalidad democrática. Uno de esos mecanismos era el llamado a una Asamblea Nacional Constituyente; pero la coalición opositora prefirió convocar a un referendo revocatorio para poner fin al mandato de Maduro.
Pese a las trabas puestas por los poderes públicos arreados por el PSUV, la organización de ese plebiscito iba viento en popa hasta que el CNE lo suspendió arbitrariamente. También los comicios regionales, que debían realizarse a más tardar a finales de 2016, terminaron siendo pospuestos indefinidamente por la máxima autoridad electoral. Maduro y los demás representantes del PSUV tienen las de perder en votaciones limpias, justas, universales, directas y secretas. Y las fichas de Maduro en el CNE saben que caerían con él si a las urnas realmente se les permitiera hablar.
Maduro y el CNE, destino común
De ahí que cuando Maduro pidió cerillas para quemar las naves –forzando la elección de una Asamblea Nacional Constituyente sin preguntarle al soberano si éste la quería (1.5.2017)– fuera el CNE quien las puso en sus manos. Encabezada por Tibisay Lucena, fue también esa instancia la que le permitió al “hombre fuerte” de Caracas imponer desde un principio requisitos sesgados con miras a impedir que la oposición obtuviera la mayoría de los 545 escaños de la Asamblea Nacional Constituyente. Los adversarios de Maduro declinaron la invitación a competir por las curules, pero no sin desafiar al CNE.
Tras una consulta orquestada por el Parlamento (16.7.2017), según la cual más de siete millones y medio de ciudadanos estaban en contra de la convocatoria de Maduro, Lucena cambió las reglas del juego horas antes de los comicios para garantizar que –por convicción o bajo coacción– no menos de siete millones y medio de personas apoyaran la Asamblea Nacional Constituyente en las urnas: el CNE le dio a los votantes la potestad de sufragar en cualquier local del municipio donde estuvieran inscritos y allanó el camino para más de un vicio electoral. Para empezar, restringió la labor escrutadora de la prensa.
Voto, con “v” de violencia
Procurando hacer viable el proyecto constituyente de Maduro en un tiempo récord de dos meses y para asegurar la hegemonía del PSUV, ya se habían sacrificado las evaluaciones del sistema de sufragio y del padrón electoral, entre otras fases de preparación del proceso, y se había apelado a un gerrymandering descarado. A última hora, con el ablandamiento de otros controles, se propició la proliferación de votos múltiples y usurpaciones de identidad. El respaldo de los empleados públicos y de los portadores del “carnet de la patria” –una tarjeta electrónica destinada al control de la transferencia de prestaciones sociales– se buscó mediante coerciones.
Todo esto explica por qué Lucena, presidenta del CNE, figura entre los funcionarios chavistas sancionados por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos bajo el cargo de minar la democracia; por qué desde países vecinos y remotos se le pidió al mandamás de Caracas que suspendiera la elección en cuestión; por qué sigue habiendo quien arriesgue su integridad física para protestar contra la violación de la Carta Magna y el desmantelamiento del Estado de derecho en Venezuela; por qué Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, España, Estados Unidos, Gran Bretaña, México, Panamá y Perú se negaron de antemano a reconocer los resultados de los comicios de este 30 de julio; y por qué tanto Alemania como la Unión Europea deberían sumarse a ese coro. Lucena asegura que 8.089.329 ciudadanos –un 41,53 por ciento de los votantes registrados– participaron en la elección de la Asamblea Nacional Constituyente; pero, aún si así fuera, ¿quién le creería?
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